Cuando las palabras no están

Ana Valero Fernández

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[Fragmento del relato]

Sí, ¡Ayer todo cambio! Tras tres largos y, a su vez, lacónicos años. La madrugada del día doce de noviembre, la pequeña habitación 204 del hospital Sant Joan De Deu, de unos escasos diez metros cuadrados, se volvió inmensa y exorbitante. En una de sus esquinas, junto a la ventana, permanecí inmóvil mientras un gentío de enfermeras y auxiliares entraban y salían aparentemente sin ningún orden. Bajo el marco de la puerta una figura amiga, su rostro con barba de varios días y ojeras de no haber dormido bien desde hacía tiempo, dejaba ver lo tan esperado y a la vez tan indeseado: Era Peter, el médico de mi marido.

Por un instante el silencio lo invadió todo. Fueron décimas de segundo, pero ese sin fin de personajes no paraban de moverse, pero nunca un silencio tan efímero pudo decir tanto. Volví la mirada hacia la ventana, donde el mundo parecía encogerse. Había oído hablar del Big Bang, sin entender nada, aunque en ese momento me sentí en el centro de la explosión. Mi universo desaparecía, dejando a lo lejos, una inmensa oscuridad.

Sabia que debía moverme, pero “¿Hacia dónde?”. De repente, un frío desmesurado se apoderó de mi cuerpo, mi tez se torno blanca y mis ojos se ahogaron en lágrimas.

Cuando por fin conseguí moverme, la habitación estaba vacía. Peter Miller permanecía esperando junto a la puerta. Era un hombre de fortaleza enérgica y valentía serena, dos cualidades imprescindibles para su trabajo.

Con su mirada impasible parecía estar diciendo: “¡Ya es la hora!”

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