Rubén Mellado Troncoso
[Fragmento del relato]
A mis dos hijos les afectó mucho la muerte de su titi tras doce años de estrecha convivencia. Sara, la mayor, llora mal escondida cuando recuerda la ilusión que tenía su titi de llevarla a la universidad, -esa que el rechazó por considerar que tenía que emplear su escaso tiempo en otros menesteres, pero que siempre deseó- el primer día de clase dentro de dos semanas mal contadas.
Se encaprichó con ellos y ellos con él. Mi hermano procuró no dejar que entraran nuevas personas en su vida, pero estos se plantaron en ella por derecho propio, habían nacido en ella. Pasaban horas y horas jugando a toda clase de juegos de mesa, enseñándoles a leer tebeos, a dibujarlos, incluso rudimentos químicos que a sus padres nos parecían brujería.
Volcó su tiempo con toda la intensidad de la carrera desesperada por dejar algo tras de sí en este mundo, de la trascendencia contrarreloj. Los mimó, con ese mimo carente de objetos, el de verdad, en el que lo que regalas es tu existencia, tu tiempo, tu ingenio. Les dio el tiempo que disponía, él que tenía menos que los demás.
Alejandro dejó de llorar a los dos meses de la muerte de mi hermano, su titi, o al menos se esconde mejor.