Irene Velázquez Ramírez
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[Fragmento de relato]
Ayer Carlos anduvo caminos de adulto. Tiene aún el brillo en los ojos de niño, la curiosidad y la espontaneidad de la niñez dentro de su discreción, y tantos apuntes ya de madurez que le hacen vibrar de una manera especial a sus quince años. A menudo ejercito el ponerme a una distancia para ver mejor o desde otro prisma las cosas, o me imagino en otros lugares.
Juego a pensar, por ejemplo, que coincidimos en algún parque, y lo observo como un desconocido mientras espero a alguien. Y es un ser brillante. No puedo ser del todo objetiva, puesto que soy su madre, aun así creo que tiene una vibración armoniosa y elegante. Supongo que eso será lo que aprecien quienes perciben el aura. Y tiene una mezcla realmente atractiva porque pasa desapercibido, y sin embargo brilla.
Pedro y él se parecen bastante. Cada cual con su personalidad, si bien en esa chispa coinciden. Es bastante más niño. Nació cuando Carlos tenía tres años. Es como un relojito de arena. Ha ido creciendo a intervalos. A veces se para, otras de manera silenciosa va sumando, sumando, sumando… y de repente, suena como un despertador con un golpe de tiempo visible en su ser.
En mi familia, los “niños” han sido siempre tratados como adultos. No se ha obviado su opinión, no se han ninguneado sus sentimientos, se les ha involucrado en la toma de decisiones que incumbiera a la familia y creo que ello tiene su reflejo. Me alegra que sean colaboradores -con su rebeldía esperable de las particularidades de cada cual y de la edad-, me alegra que se pueda contar con ellos.