José Manuel Viera Gutierrez
[Fragmento del relato]
Todos se han marchado ya del cementerio, y ahora una calma paradójica parece inundar cada rincón de mis sentidos. La misma calma que entonces, el mismo aturdimiento, la misma desorientación, el mismo vacío.
Aunque ya ha pasado mucho desde entonces, el tiempo parece haberse encogido súbitamente, haciéndome sentir que los veinte años transcurridos no han sido más que un sueño. Un hermoso y frenético sueño que, de pronto, pasa por mi mente en forma de flash desbocado que sólo aparenta detenerse con esta nueva pérdida. Es como si la muerte fuera el árbitro que marcase un intermedio en nuestras vidas, invitándonos a mirar, reflexivamente, a los ojos de nuestra propia insignificancia. Nada de lo vivido parece ahora tener consistencia entre aquella pérdida y ésta. Nada parece haber existido realmente desde que falleció Ezequiel. Todo se torna fugaz e inquietante, como si fuera un viajero interestelar atrapado en uno de esos agujeros de gusano que pliega el tiempo a su antojo. Tan fugaz e inquietante como la materia humana que hoy, una vez más, reducida a poco más de dos kilos de ceniza, he visto desparecer bajo mis pies en el interior de un inerte cilindro metálico.