Rosa Mª Jiménez García
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[Fragmento del relato]
Recuerdo que lloré y lloré hasta dormirme de cansancio. Al despertar, una tristeza inamovible me invadía completamente y mis ojos los notaba hinchados de tanto sollozar.
Durante tres días ninguno de los dos nos dirigimos la palabra. Éramos como dos extraños que vivían juntos. Al levantarme, el cuarto día, empecé a sentirme mal, creo que mi hija quería venir al mundo. Le pedí que no se fuera porque empezaban a darme contracciones. No me dijo nada, hizo unas llamadas telefónicas y se quedó allí conmigo, distante y ausente, aunque al menos su presencia me tranquilizaba. Las contracciones empezaron a darme cada vez más seguidas y le expresé que debíamos irnos para el hospital.
Rompí aguas justo dentro del coche. Me puse aún más nerviosa y comencé a sentir miedo; era mi primera vez y no sabía qué iba a suceder. Le cogí, fuertemente, de la mano y le rogué que no me dejara sola. Él me miró y esbozó una tímida sonrisa, diciéndome que estuviera tranquila, que todo iría bien, lo cual le agradecí. Esas pocas palabras que salieron de su boca fueron suficientes para mitigarme el dolor.
Me pasaron a paritorio y en unos largos minutos mi hija ya estaba en el mundo. Me la pusieron en mi regazo y, de repente, fue abrigar un inmenso sentimiento de amor, fue algo inolvidable e impresionante; fue tan hermoso, tan delicado, que comprendí, de inmediato, la protección y la ternura que deseaba darle. Y sólo me salió llorar…, un llanto prolongado de alegría.